miércoles, 1 de julio de 2020

El trabajo de Darwin.

¡Se me ha rotooooooooooo!¡Yo quiero otra yaaaaaaaaa... ! —sollozaba a voz en cuello aquel niño con su mascarilla rota en las manos.
Bueno, tranquilo que en casa lo arreglaremos —intentaba calmarlo su madre.
¡Que me voy a poner malo! ¡Todo este rato estoy desprotegido!

Nuestro protagonista observaba la escena y contenía la risa, al tiempo que pensaba en cómo podían cambiar hasta los temores infantiles en una pandemia. Hasta ahora todos los niños que había visto parecían seguir con la vida normal de un infante en cualquier momento y jugar despreocupados en la calle. Y había notado Fran que algunos se divertían con nuevas normas como llevar mascarillas, que de hecho habían empezado a fabricarse con dibujos o estampados que las volvían más infantiles o agradables. Pero este pequeño estaba llorando porque seguramente se veía ya en una UCI intubado. Se sonreía todavía de aquello, cuando en un banco encontró a dos hombres de mediana edad pasándose una cerveza litrona de la que ambos bebían a morro. Y tenían una curiosa conversación:

Si todo esto es una tontá, hombre. Si todos los años mueren un montón de víctimas de la Gripe común.
Desde luego que nos hayan tenido todo este tiempo encasa sin salir es para protestar, yo que sé, ante Estrasburgo o La Haya.
Alguien ha querido hundir la economía, está claro.

Sorprendido, pensaba nuestro protagonista que al menos el niño de la mascarilla rota tenía el pase de su corta edad, pero los adultos estúpidos eran realmente para asustarse de la propagación del virus. Recordó aquella frase de Yoda en el episodio II de Star Wars, El ataque de los clones: «Sin duda maravillosa la mente de un niño es». Desde luego, el pequeño no entendía bien la transmisión del virus ni el funcionamiento de las mascarillas, pero era más consciente del peligro que aquellos dos mastuerzos. Y encima parecía según las autoridades sanitarias, que los niños eran menos propensos a la enfermedad. De modo que tenía más miedo a contagiarse quien menos expuesto estaba. De pronto alzó la vista y observó una riada de adultos de esos que llevan la mascarilla pero no se la ponen, o llevaban la nariz por fuera, o se la colocaban mal... Bueno, pensó nuestro protagonista. Los críos al menos saben que nos enfrentamos a un problema grave. Quizá a las nuevas generaciones sea más fácil explicarles cómo se usan los útiles sanitarios. Y los adultos estúpidos caerán por las leyes de Darwin.

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