—¡Se
me ha rotooooooooooo!¡Yo quiero otra yaaaaaaaaa... ! —sollozaba a
voz en cuello aquel niño con su mascarilla rota en las manos.
—Bueno,
tranquilo que en casa lo arreglaremos —intentaba calmarlo su madre.
—¡Que
me voy a poner malo! ¡Todo este rato estoy desprotegido!
Nuestro
protagonista observaba la escena y contenía la risa, al tiempo que
pensaba en cómo podían cambiar hasta los temores infantiles en una
pandemia. Hasta ahora todos los niños que había visto parecían
seguir con la vida normal de un infante en cualquier momento y jugar
despreocupados en la calle. Y había notado Fran que algunos se
divertían con nuevas normas como llevar mascarillas, que de hecho
habían empezado a fabricarse con dibujos o estampados que las
volvían más infantiles o agradables. Pero este pequeño estaba
llorando porque seguramente se veía ya en una UCI intubado. Se
sonreía todavía de aquello, cuando en un banco encontró a dos
hombres de mediana edad pasándose una cerveza litrona de la que
ambos bebían a morro. Y tenían una curiosa conversación:
—Si
todo esto es una tontá, hombre. Si todos los años mueren un montón
de víctimas de la Gripe común.
—Desde
luego que nos hayan tenido todo este tiempo encasa sin salir es para
protestar, yo que sé, ante Estrasburgo o La Haya.
—Alguien
ha querido hundir la economía, está claro.
Sorprendido,
pensaba nuestro protagonista que al menos el niño de la mascarilla
rota tenía el pase de su corta edad, pero los adultos estúpidos
eran realmente para asustarse de la propagación del virus. Recordó
aquella frase de Yoda en el episodio II de Star
Wars, El
ataque de los clones:
«Sin duda maravillosa la mente de un niño es». Desde luego, el
pequeño no entendía bien la transmisión del virus ni el
funcionamiento de las mascarillas, pero era más consciente del
peligro que aquellos dos mastuerzos. Y encima parecía según las
autoridades sanitarias, que los niños eran menos propensos a la
enfermedad. De modo que tenía más miedo a contagiarse quien menos
expuesto estaba. De pronto alzó la vista y observó una riada de
adultos de esos que llevan la mascarilla pero no se la ponen, o
llevaban la nariz por fuera, o se la colocaban mal... Bueno, pensó
nuestro protagonista. Los críos al menos saben que nos enfrentamos a
un problema grave. Quizá a las nuevas generaciones sea más fácil
explicarles cómo se usan los útiles sanitarios. Y los adultos
estúpidos caerán por las leyes de Darwin.
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