Fran observaba en aquel cruce
a aquellos dos niños, de unos
diez o doce años, uno aparentaba
ser mayor que el otro. Daban
vueltas de forma extraña a una
farola buscando encontrarse de
frente o rozar la mascarilla
de uno con la del otro. Porque
llevaban mascarillas de
protección frente a la plaga
que acosaba al mundo donde
vivía nuestro protagonista.
Y esto debería haber sido una
pista para que Fran entendiera
al primer golpe de vista aquel juego. Por fin, el más mayor, tras lograr rozar levemente
su mascarilla con la del que Fran suponía que sería su hermano gritó: —¡Hala, contagiado! —No vale —contestaba el pequeño—, me había puesto la vacuna. Fran reprimió una risa al comprender a lo que jugaban los dos infantes. Después, aunque por un
lado le parecía agradable que los niños siguieran teniendo ganas de correr y divertirse, se
estremeció pensando que aquella generación estuviera haciendo su diversión de imitar el contagio
pandémico. Más aún, para ellos la mascarilla era una prenda más con la que se estaban criando. Y
seguramente el gel, la distancia, etc. Por otro lado, pensaba Fran, si él se equivocaba y los dos
niños no eran hermanos, aquel juego podía tener consecuencias muy graves. Sin duda sus padres
debían explicar unas cuantas cosas a aquellos chiquillos, pero probablemente cuando más les
prohibieran bromear con el virus más lo harían. Todos conocemos la mente de los infantes. El
caso es que la pandemia que tenía aterrorizado, tenso y en muchos casos encerrado al mundo
donde vivía nuestro héroe empezaba a cambiar, como veía Fran los usos y costumbres más básicos.
No se atrevía a pronosticar si tendrían más o menos conciencia de los peligros del mundo, pero
desde luego aquella generación, al menos aquellos dos representantes de la misma, habían
introducido nuevos hábitos. Pensaba aún en esto al llegar a su casa cuando Juan Gordal quiso
enseñarle algo en el ordenador: —Mira, Fran, no sé qué pensar de este video. Mira esta niña inglesa. Nuestro protagonista observó en la pantalla a una niña de muy corta edad que en cuanto veía
algo semejante a una caja cuadrada, como podía ser la caja de cables de una farola, un enchufe etc,
corría a meter sus minúsculas manos debajo y frotarse. —¿Entiendes lo que intenta? —Sí, se quiere echar hidrogel. —Pobrecilla, al menos ni recordará esta época. —Bueno, igual así se pierde una diversión —dijo nuestro protagonista.
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