Fran se preparó param aquella entrevista lo mejor que pudo. Se vistió con una camiseta
de color oscuro no muy chillón, unos vaqueros y unos zapatos poco llamativos. Faltaba
coger la mochila donde llevaba sus documentos. Cuando ya tenía el pomo de la mano sin
embargo Juan le reconvino:
—No puedes ir con esa mochila, tiene brillos.Nuestro protagonista se quedó estupefacto.
Hacía menos de un mes que había comprado
esa mochila, a requerimiento, precisamente,de Juan, que no consideraba que el maletín donde
solía llevar sus documentos era poco apropiadopara esos menesteres. Ahora le recriminaba que la usara.
—Joder, qué poquito ha tardado en no valerte esta mochila. Hace pocos días decías que si había
sido un salto de calidad, que si mejoraba mi imagen... Ya no te vale —dijo nuestro protagonista. —No es que a mí no me valga, es que tú tienes que hacer las cosas por ti y ver las cosas tú. —Yo la vi y la pillé. Y a ti te parecía bien, ahora resulta que ya no. No creo que el problema esté
en mí. —Con eso no puedes ir. —¿Y qué hago entonces? ¿Volver a llevar el portafolios? —Haz lo que quieras. Total, no te van a coger. Puedes ir en gayumbos y no pasaría nada.
Fran fue todo el trayecto en metro comparando su mochila con las que veía en la gente. No
encontraba que fuera peor que ninguna de las que había en el vagón. De hecho más limpia y
ordenada que ninguna. Al llegar a la entrevista le hicieron pasar a una sala aparte y le indicaron:
—Puede dejar sus cosas aquí, no hace falta que las pase —dijo la entrevistadora.Fran dejó aparte la mochila y pasó con confianza a su encuentro. Tras diez minutos obtuvo la
respuesta estándar:
—Bueno, estamos considerando varias posibilidades. Ya le llamaremos.Al final, pensó nuestro protagonista, con mochila o sin ella, te dicen siempre lo mismo. Aunque
bien sabía a qué iba a echar la culpa Juan de que no hubiera logrado el trabajo a la primera.
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