Juan
y Fran Gordal volvían aquella tarde bajo una lluvia persistente. El
otoño este año había venido, al menos a Madrid, como se espera de la
estación: con temperaturas imprevisibles tendentes a la bajada y
lluvias intermitentes. Aquella había pillado a los hermanos de
lleno.
-Bueno
-dijo Juan-, nosotros nos mojaremos, pero no vamos a perder nada.
-¿Y
qué íbamos a perder? Nosotros no tenemos cosechas que puedan
pudrirse, ni vivimos en un piso bajo que pueda inundarse ni...
-Sí,
la verdad es que viviendo en pleno Madrid en esta época estamos un
poco alejados de eso.
-Voy
a pensar qué podría joderme a mí la lluvia. Recuerdo una vez que
bajé a por los periódicos, me pilló un chaparrón y el periódico
llegó a casa empapado y borroso.
-Pues
si eso es lo máximo que has perdido... Yo recuerdo una chaqueta de
ante que tenía, que ya sabes que le va muy mal la lluvia, y un día
que salí con ella hubo una tormenta y se le quedó un color muy
raro.
-Pero
todo esto tiene arreglo, yo creo que aquí en Madrid nadie se queda
sin comer por la lluvia.
Y
entonces ocurrió algo inesperado: una mujer que cruzaba la calle
llevando un paquete de panadería o pastelería tropezó y el paquete
cayó en un charco. La mujer, que aparentaba una situación económica
y social cómoda, se lamentaba:
-¡Joder!
Esta empanada era para la cena. ¿Y ahora qué hago?
Los
dos hermanos observaron la empanada empapada de agua sucia y pensaron
que no le quedaría otra que pedir comida a domicilio.
-Pues
ya ves, Fran, sí que te puede dejar aquí la lluvia sin cena.
-Este
mundo nunca deja de sorprendernos.
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