Una gran polémica dividía en aquellos días
la ciudad donde vivía nuestro protagonista.
Y es que siendo la economía de su país muy
dependiente del turismo (lo que ya de por sí
era en épocas normales motivo de polémica,
ya que muchas voces pedían crear otras industrias) la posibilidad de que la hostelería abriera o cerrara
para cumplir las medidas de protección frente a la plaga que azotaba el planeta de nuestro protagonista
no era asunto baladí. La mayoría de la población consideraba que ante ese virus se debían correr los
menos riegos posibles, pero ciertos políticos y autoridades eran reticentes a cerrar los establecimientos
hosteleros. La polémica adquiría tintes verdaderamente grotescos cuando muchos conciudadanos de
nuestro hombre veían turistas emborrachándose y gritando mientras ellos se esforzaban por evitar el
contagio, en muchos casos privándose de caprichos y diversiones. En todo ello pensaban Fran y Juan
Gordal cuando llegaron a aquel bar. Nuestro protagonista se indignó.
Juan, que no había caído en este detalle que le comentaba nuestro protagonista pero era cierto: las
mesas casi arañaban la pared del templo.
— Pues bueno, será mejor que apelotonar a todo el mundo —comentó Juan.— Mal vamos para recuperar el turismo si jodemos el patrimonio de la ciudad. A ver si tú vas a ser deesos politicastros que solo ven la pasta.— No, pero si el bar puede seguir así...— Así no. Que se jodan y cierren si no podemos tener la historia de la ciudad, la salud y el negocio a lavez.— Pues ya sabes, vete al dueño del bar y se lo explicas.
Lo cierto es que Fran también tenía ganas de tomarse una caña, era humano. Y no deseaba ningún mal
a quien viviera de la hostelería. Pero la historia y el patrimonio artístico de su ciudad no podían ser
moneda de cambio. Y viendo este problema añadido siguió pensando cuántas cosas más iban a perderse
aún en aquella disyuntiva de salud o economía.
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