—¿Qué te debo? —preguntó
nuestro protagonista tras
consumir aquel tercio. —Dos cincuenta —respondió
el camarero.
Fran había tenido en aquel bar
la sensación extraña de los
últimos tiempos pandémicos.
Por un lado se habían levantado
todas las restricciones y Fran
se había tomado aquel refrigerio
apoyado en la barra, pero por otro
lado el camarero y varios clientes estaban dentro llevando la preceptiva mascarilla, sin atreverse
a deshacerse de las últimas precauciones contra el virus que atenazaba el mundo de nuestro
protagonista. Esa misma sensación la tuvo en el metro donde todo el mundo se apelmazaba ya
sin miedo, quitándose las mascarillas, salvo algunos pasajero irreductibles que incluso hacían
ostensibles esfuerzos por separarse del resto del vagón. Al llegar a casa Doña Marta Palacios le
comentó ota de las particularidades de aquel momento:
—Ayhijoquemehallamadomihermanaymehaechadolabroncaporquedicequenodeberíamosiralcine quenosestamosexponiendoqueestotodavíanosehapasadoyqueahoraquierequeveamosenlateleuna películafeancesaqueellaconoce... —No hay quien entienda a tu hermana. En lo más jodido de la pandemia queriendo salir y pasearse
y ahora tomando precauciones que ya casi nadie toma.
Poco después Doña Marta se metió en la cocina y oía de fondo la radio, que daba también noticias
contradictorias, por un lado la bajada de la incidencia de la pandemia, pero por otro una cierta
alarma de que la gente diera el mal por superado y, por ejemplo, hubiera grandes botellones en los
parques o las afueras de las ciudades del país.
—Al final, cada uno toma las precauciones que le salen del forro de los calzones —dijo Fran—. Era
así en la pandemia, pues más aún ahora que nos confunden a todos con sus contradicciones.
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