—¡¿Pero cómo que tengo
que pedir cita para esto?!
¡Tengo una semana para
pagar estas tasas y
necesito el código ya!
— gritó furibundo
nuestro protagonista
al conserje de aquella
oficina.
—Son las normas,
la pandemia no la
he traído yo
—Ya, disculpe, si usted no tendrá la culpa. Pero es que tengo que resolver con urgencia este trámite
y no hay forma humana de hacerlo.
Nuestro protagonista ya tenía edad suficiente para conocer lo pesado que podía ser el tratoburocrático con administraciones y empresas, pero la plaga que sufría su planeta había traídouna complicación añadida, ya que los necesarios aforos en oficinas y sedes había vuelto casiobligatorio usar el formato telemático para casi cualquier trámite. Pero a su vez eso, confrecuencia, requería certificados digitales y otras identificaciones que había que validar enoficinas como aquella. Y sí, se podía pedir cita previa, pero tenía el inconveniente de que losplazos corrían. Al final uno acababa gritándole a cualquier empleado como aquel conserje. Nohabía otra. Nuestro protagonista consultó la web donde se daban las instrucciones para rellenaraquella tasa y vio que las oficinas de correos realizaban trámites similares. Entonces llegó a casa,metió en un pendrive todos los archivos que tenía que presentar y se fue a una reprografía aimprimirlos. Con aquellos papeles en formato físico se dirigió a una oficina de correos.
—Aquí tiene mi carnet, mi certificado de que he pagado la tasa... —Un momento, que valide aquí —dijo el hombre que atendía en el mostrador de Correos. —Por favor, no me falle usted. —No, claro que se lo haré. Lo único es que con la pandemia no nos conviene llenar la oficina.
¿Usted sabe que podía hacer esto telemáticamente? Nuestro protagonista sintió un acceso de ira y a punto estuvo de gritar también a aquel
dependiente. Pero se dio cuenta de que lo decia sin mala intención y logró tomárselo a risa.
Simplemente respondió: —Algo había oído, sí.
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