Después
de levantarse el lunes con una leve afección de estómago, nuestro
héroe retomaba aquel miércoles sus clases de natación. Esperaba
que los excesos de las navidades no le pasasen excesiva factura. Sin
embargo, el primer choque con la realidad vino al ponerse el bañador
y verse en el espejo. Algo de tripa sí he ganado, se dijo. Fue
meterse en el agua caliente y el efecto con el frío exterior le hizo
al instante sentirse mejor. Cuando se puso a nadar todo cambió. Le
costaba avanzar, se enredaba en las corcheras... Bueno, pensaba,
normal con el tiempo que hacía que no venía. Para colmo en la calle
aledaña nadaba la señora Luisa, aquella viejuna que parecía, al
menos en nivel de aficionada Mireia Belmonte.
-Hijo,
se te notan los turrones -le dijo.
-¡Pero
si yo no soy de dulce! -respondió casi ofendido nuestro héroe.
Un
buen rato después, miró el reloj del pabellón. Estoy cansado, se
dijo, y con lo que llevamos sólo pueden quedar unos diez minutos.
¡Pero sólo llevaba un cuarto de hora! Sí, definitivamente, parecía
que iba a costar volver a coger el ritmo. Pero aún quedba lo peor,
una lacra que en su estilo de natación parecía ya olvidada:
-Mantén
el ritmo de pies constante, Fran -le gritó Maria del Mar, su
monitora.
No,
otra vez esa mierda no, pensó. ¡Con lo que le había costado
corregirla! De modo que en el nuevo año, volvía a partir d cero
para subir un nivel más. Pero lo conseguiría, por sus cojones que
lo conseguiría.
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