Nuestro protagonista bajó a la calle rumbo al trabajo. Con las prisas no se había dado ni
cuenta de que en todo el trayecto que separaba su portal de la boca del metro no se había
quitado la mascarilla, cosa que solía hacer, pues aunque Fran no era de los que más se
agobiaban con aquella prenda pandémica, cada minuto que podía pasar sin ella puesta era para
él un regalo. Sin embargo, al llegar a la estación se dio cuenta de que la había mantenido
en su cara desde el portal. El hecho de que en interiores aún fuera obligatoria, incluso en
las escaleras y portales de las casas de pisos, confundía y provocaba estas distracciones.
Lamentándose aún por ello bajó al andén y lo encontró sorprendentemente vacío para ser
hora punta. El tren llego en dos minutos, y también venía vacío. Fran pensó que quizás
en el metro podría quitarse el trapo de la cara, aunque seguía siendo un espacio interior.
Un hombre comentó lo mismo que le pasaba por la cabeza a nuestro protagonista:
―Pues hoy parece que el metro en hora punta es un desierto. No sé para qué tenemos que
quedarnos aquí con el trapito. ―Déjatelo, que en seguida aparece algún señoritingo que te llama la atención ―le respondió su
interlocutor.
Ahí estaba otra de las paradojas que la situación de pandemia había vuelto habituales. El metro en hora
punta parecía un refugio libre de aglomeraciones, donde uno se sentía libre del virus y a quien más temía
era al resto de pasajeros que no le permitirían relajar las medidas. El miedo al contagio seguía presente,
pero el mayor mal que había provocado la pandemia era la proliferación de aquellos vigilantes de salón.
―Nunca creí que podría echar de menos el metro en la hora punta ―pensó para sí nuestro protagonista.
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