—¡Aparta, que
me estorbas!
—gritó aquel
ciclista a ese
transeúnte.Fran no podíacreerlo. Era elciclista quienestaba lejos de su lugar. No podía ir por la acera si no iba a pata, y mucho menos exigir a lospeatones que le cedieran el paso. Nuestro personaje estuvo a punto de pensar qué haría él enese caso, pero no tuvo tiempo ni para desarrollar algún pensamientoya que aquel maillot amarillo de vía estrecha se dirigió justo hacia él y también le gritó:
—¡Aparta, gilipollas!Durante un tiempo que a Fran se le hizo larguísimo, pero que en realidad no debieron ser más que
unas cuantas fracciones de segundo, nuestro protagonista se quedó paralizado por el estupor. Luego
se apartó y entonces se le ocurrió una respuesta:
—¡Al menos sé por qué parte del camino debo moverme!Pero el ciclista ya se alejaba hacia la parte alta de la calle. Fran observó que aquel energúmeno nisiquiera tenía la excusa de una falta de camino adecuado: muy cerca había ya uno de los carrilesbici que se estaban extendiendo por la ciudad. Entonces alcanzó a ver que aquel energúmeno pasabacon su bici ante los ojos de un par de policías municipales... ¡Y no hicieron el menor gesto dereprimirle o darle un toque!
—Este imbécil se cree encima que va a ir al tour o algo —comentó alguna persona que Fran no
alcanzó ni a distinguir.Pues si me vuelve a pasar me creeré que yo estoy disputando el campeonato unificado de lospesados y le cantaré una hostia, pensó Fran.
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