Aquel día olvía nuestro protagonista a su casa y en su camino cruzó por delante de un colegio donde algunos niños, que debían estar en la hora del recreo, correteaban, saltaban y forcejeaban con la alegría y vitalidad propia de la infancia. Uno de ellos tuvo la idea de colgarse de las verjas de una de las ventanas bajas del edificio de la escuela, y un hombre relativamente joven aunque alopécico, que debía ser el profesor, lo amonestó severamente:
— ¡Marcos, te voy a dar un guantazo que te voy a poner en órbita!
Nuestro protagonista se quedó muy sorprendido, no por la bronca o llamada al orden, que era lógica, sino por la advertencia de castigo físico. Creía nuestro protagonista que ahora las reprimendas eran más sutiles. Claro que a veces un niño en el frenesí de su edad no parece atender a otras razones. De hecho, cuando el niño bajó de la verja su maestro le dijo cosas más conciliadoras.
— Venga, que no te vuelva yo a ver hacer eso ¿eh? ¿Te das cuenta de que es peligroso?
— Sí, no lo volveré a hacer.
— Y no querrás que se lo diga a tus padres, ¿verdad?
— ¡No por favor! ¡A mis padres no!— suplicó el infante díscolo.
— Huyhijoandaquenosenotayotelopuedodecirquecuandolospadresayudanestodomuchomásfácil
porquetambiénloshayqueloquebuscanesquetúhagastodoeltrabajoconelcríoydesentenderseellosyasí
nohaymanera... — dijo Doña marta Palacios, con su experiencia como profesora al llegar a casa.
— Lo comprendo, mamá, me sigue asustando a veces hacer cosas sin tu permiso.
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