Nuestro protagonista llevaba unos cuantos días preocupado. La pandemia que había sumido en el caos sanitario y económico el planeta donde vivía parecía recrudecerse.
Por otro lado, una creencia bastante curiosa había tomado cuerpo en la ciudad y el país que nuestro héroe habitaba: los chinos eran los que mejor conocían las epidemias, dado que en tiempos recientes en su país habían pasado y gestionado varias situaciones similares. Además, en la primera oleada de la plaga, todo el mundo había visto que los comercios regentados por miembros de esa raza y nacionalidad eran los primeros que habían mostrado preocupación por la situación, y que en muchos casos habían cerrado antes de que las autoridades sanitarias lo recomendaran. En suma, la población estaba muy segura de que si las cosas iban mal, los comerciantes chinos serían la primera señal. Y el comercio de chinos más cercano al domicilio denuestro protagonista llevaba varios días cerrado.
―Se han ido a China, Fran, estoy casi seguro. Mal asunto ―le comentaba Juan Gordal.
―Pero cuando voy por la ciudad no veo que se hayan marchado en desbandada como la primera vez ―respondía nuestro protagonista.
―Pues estos son los hechos. Y ya ves cómo los ministros y científicos nos van a cerrar Madrid otra vez. Se han ido a Wuhan.
―Habrá que hacer acopio de papel del culo y harina otra vez, qué horror ―refunfuñaba Fran.
―Bueno, venga, vamos a dar una vuelta ahora que aún se puede.
Por el camino nuestro protagonista no podía quitarse de la cabeza el posible nuevo confinamiento, el encierro domiciliario, el ver a la gente aún mezclándose en bares y terrazas, el mirar instintivamente los pequeños comercios a ver si seguían abiertos... Una cosa estaba clara por lo que veía:
―Juan, será por lo que sea, pero las tiendas de chinos siguen abiertas, excepto la nuestra.
―Sin embargo llevan varios días subiendo los contagios.
―A ver si les va a haber pasado algo a nuestros chinos, que ya eran casi vecinos.
―Sí, de acuerdo con el cuñadismo ni habrán tenido un entierro.
―Qué bestia eres. ¿Tú te crees que se puede...?
Entonces una extraña voz cortó a nuestro protagonista cuando estaba a punto de afear a su hermano:
―Sta lugo ―dijo una voz de hombre que los hermanos conocían bien.
En efecto, ahí estaba el matrimonio que regentaba la tienda de al lado de su casa. Estaban paseando por la calle con mascarilla como cualquier madrileño:
―Buenas tardes ―dijo Juan muy alegre―. ¿Han estado en China de vacaciones?
―No, aquí. Tienda cerrada unos días, descanso ―dijo la mujer.
―Ah, pues que lo disfruten. Nos tenían preocupados ―contestó nuestro protagonista.
―No preocupa, no motivo.
Los dos hermanos se quedaron en la calle rumiando nuevos pensamientos mientras veían a aquel matrimonio alejarse departiendo en su idioma.
―¿Tú crees que hablan de la pandemia? ―preguntó Juan.
―Quizá. O a lo mejor de que los monos blancos somos unos racistas cuñados que no dejamos de elucubrar extrañas teorías sobre ellos por venir de otra cultura y lugar ―sentenció nuestro protagonista profundamente avergonzado de haber caído en ese vicio tan feo.
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