Nuestro
protagonista hacía cucamonas a aquel perro. Su dueño, un
minusválido en silla de ruedas miraba la escena con una sonrisa de
ternura en la boca, al tiempo que llamaba al animal:
—Vamos,
Costras, vuelve aquí. Que bien le habéis caído, por cierto.
—Es
que hemos tenido perros durante la mayor parte de nuestra vida. Ahora
queremos coger y cuidar otro, pero lo ponen muy dificil —explicó
Juan Gordal.
—Pues
ahí arriba tenéis a un grupo que dice que los da en adopción.
—Sí,
pero te obligan a esterilizarlos, a controlarlos un mes su
veterinario, que no puede ser el tuyo, a presentarte a varias
inspecciones... Parece que uno fuera un criminal.
—No
sé, igual es necesario —razonó el minusválido—. Desde luego
ahora ya es raro ver perros abandonados.
—Igual
—dijo nuestro protagonista.
En
mitad de su conversación hubo de apartarse para dejar paso a una
chica que bajaba del grupo pro-adopción de más arriba. Al llegar a
la altura donde nuestros protagonistas y el minusválido hablaban, el
perro Costras
hizo un leve movimiento hacia ella.
—Aaaaaaaaaaaaaaaah...
—gritó aquella chica al pasar— ¡Agarradlo!
Fran
hacía esfuerzos por recuperar la normalidad tras la perplejidad que
le había producido semejante comportamiento en alguien que
supuestamente promovía el gusto y el buen trato con los animales.
Juan, mientras sujetó a Costras y se lo devolvió a su dueño.
—¿Ves?
A este hombre nunca le podríamos dar uno de nuestros animales.
—Pero
si no ha hecho nada malo, el animal —decían Juan y Fran casi al
mismo tiempo
—Luego
todo son excusas. ¿Veis por que hay que controlar tanto a quién se
le da un perro?
—Lo
que no entendemos es que esos requisitos los mida alguien que conozca
tan poco a los bichos.
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