Lo cierto es que la pandemia había procurado a numerosos mentecatos prepotentes una nueva excusa para convencerse a sí mismos de que tenían poder sobre alguien. Toda esa clase de gente que en tiempos normales dedicaban su atención a ver si la gente respetaba las colas en los establecimientos, a ver si los operarios de alguna obra callejera mezclaban bien el cemento, a ver si los dueños llevaban bien atados a los perros, ahora se dedicaban a hacer de improvisados inspectores sanitarios. Durante los meses de confinamiento, que ahora amenazaban con repetirse, algunos se habían ganado el apodo popular de balconazis, ya que se dedicaban a pasarse el día en los balcones vigilando que sus vecinos no salieran más de lo necesario a la calle. Eso sí, como siempre hacía esta gente, se aseguraban de que aquel a quien afeara su conducta fuera lo más indefenso posible, como había ocurrido con autistas y otros enfermos que precisaban de ejercicio durante aquellos meses, y que de inmediato eran recriminados por los balconazis.
Todavía estaba nuestro protagonista mirando aquel incidente, cuando oyó a un hombre gritar estridentemente:
⸺A ver, por favor, apártense.
Fran se iba a volver airado contra aquel vocero, pero entonces cayó: en efecto era un trabajador sanitario y de limpieza, pero no un resentido con ganas de destacar: era un operario que abría camino a una máquina de limpieza que estaba regando aquella calle peatonal. Se apartó y se hizo una reflexión: Aquella máquina seguía trabajando por la higiene en la calle. Ojalá limpiara también la prepotencia y cobardía de algunos.
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