-Bueno, ¿qué te ha parecido?
-preguntó Juan Gordal a nuestro protagonista.
-Pues muy bueno, la verdad. Hacía
tiempo que no leía nada del género de la ucronía. Y la sorpresa
final es muy buena.
Pavana, de Keith Rovers, era una gran
historia del género fantástico. Como decía nuestro protagonista
una ucronía, aunuqe después de su sorprendente final, había que
poner tal consideración en tela de juicio. La novela, como ucronía,
tomaba como punto de partida el asesinato de la Reina Isabel I de
Inglaterra, y la consiguiente victoria española de la Armada
Invencible. Según una consideración muy típica del protestantismo
anglosajón, a partir de entonces el dominio de la iglesia católica
se había mantenido durante siglos, y en el año 1968, Inglaterra era
un país casi medieval salvo que existían trenes y tráfico
ferroviario. A lo largo de seis historias cortas de habitantes de
este mundo ficticio, cada uno con sus motivaciones y actitudes se
construye una realidad muy llamativa... Hasta esa última sorpresa.
-La verdad -decía nuestro
protagonista-, es que todo el rato pensaba yo que eran cuñadismos
del imaginario inglés sobre la Iglesia Católica, y al final hay que
tragarse eso.
-Yo te lo decía, y tú no me hacías
caso.
-Compréndelo, me va la historia, y
hasta ese momento me parecía una sarta de convencionalismos de
inquisición, españoles palurdos, Iglesia dictatorial, etc enorme.
-Sí, de eso yo me di también cuenta,
además casi sin referencias a hechos que se puedan situar.
-Aparte de todo, es una muestra
tremenda de que las historias hay que leerlas hasta el final.
-Entonces lo recomiendas ¿no?
-Por supuesto. Quizás para alguien
muy melindroso ese largo camino de prejuicios anglosajones acabe
cansando, pero si el lector más quisquilloso pasa por ahí, es la
leche. Y además recuerdo sus descripciones de las locomotoras y los trenes, y pasajes como éste:
"¡Madre de Dios Santísima, qué frío hacía!Jesse se encogió dentro de su chaqueta. La Lady Margaret no llevaba ninguna pantalla paravientos; muchas de las otras máquinas a vapor ya las habían instalado, incluso existían una o dos enla flotilla de Strange, pero Eli había jurado que aquél no sería el caso con la Margaret, absolutamente no...La locomotora era una obra de arte, perfecta ensí misma, tal y como sus constructores lahabían creado, y así seguiría. El viejo casi había enfermado antela idea de adornarla con chucherías. La haría parecerse a una de esas máquinas del ferrocarril que Eli tanto despreciaba. Jesse entrecerró los ojos, obligándoles a mirar contra la cortante fuerza del viento. Bajó la vista hacia el tacómetro: ciento cincuenta vueltas, quince millas por hora. Su enguantada mano tiró de la palanca del cambio: diez era el límite de velocidad fijado por la ley de la región en el interior de los pueblos..."
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