-Bueno,
hemos comido bien hoy. Hoy ya no nos morimos -dijo nuestro héroe
acabándose aquellos riñones de ternera.
-Has
tenido una idea muy buena con esto, Fran. Y qué rero que Diez no nos
haya pedido nada en toda la comida -añadió Doña Marta.
-Ahora
lo sacaremos tus dos hijos -remachó Juan.
Fran
se encaminó al paragüero, donde solían guardar las cosas del perro
y observó extrañado que la correa no estaba allí. Llamó a Diez y
este no acudió.
-Oye,
esto es ya extraño. No ha venido a comer ni ahora ni...
Entonces
Juan calló en la cuenta de lo que pasaba. Con visibles muestras de
enojo le hizo comprender a su hermano el terrible y dramático fallo
que había cometido con el animal:
-A
ver, espabilado. Esta mañana te fuiste con el perrito y con la tía
Maria Cristina que vino a visitarnos. La acompañaste al metro, y al
volver....
Fran
se estremeció al darse uenta: ¡Había dejado a Diez atado a la
puerta del supermercado y había olvidado recogerlo! Rápidamente se
fue a buscarlo. Lo encontró rodeado por un grupo de unas cinco
personas, incluyendo dos señoras mayores de esas que hacen de los
perros juguetitos. Y cajeras del supermercado, y un chico joven...
Fran tuvo que pasar el bochorno de explicarles su terrible olvido a
todos.
-Ya
íbamos a llamar a la policía.
-Supongo
que me lo hubiesen devuelto. Ven a comer, Diez.
Fran
pensaba en las horribles acusaciones de aquellas personas: no hay
derecho a dejar así al perro, no puede ocurrir, debería darte
vergüenza... Y lo peor es que era cierto. Al servirle agua y comida
no podía nuestro héroe dejar de pensar en el mal rato que debía
haber pasado, en ver que nadie llegaba, en que pasaba la hora de la
comida... Aquello no tenía que volver a ocurrir jamás. Pero era una
señal que inquietaba a nuestro héroe incluso de cara a sus próximos
exámenes: su creciente incapacidad de atención a las cosas. Al
menos Diez estaba de vuelta en casa.
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