Gordal acudía a una entrevista para conseguir un trabajo. Debía presentarse en las oficinas de La Vaguada. Antes de irse le dijo a Juan:
-Ocúpate tú del viejo. -Sí ahora voy –dijo Juan medio dormido.-Por cierto, afeitaté bien que te has dejado barba. -Tú siempre dirigiendo a los demás.
Conectó su CD y puso la canción de Nancy Sinatra Drummer man y se encaminó al metro.
En buena lógica debía llegar a su destino en media hora. Al bajar vio un segurata que se parecía mucho a Nappa, el saiyano de Bola de dragón poniéndose chulo con un mantero.
Como suele decirse, “si quieres conocer a fulanillo, dale un carguillo”. Aquel mongolo se estaba sobrando con un tío del orden de diez veces más pequeño que él, y que no había opuesto resistencia. Con una educación “exquisita”, el mongolo le indicó que su presencia le molestaba: -¿Qué coño miras, gordito?
Gordal sintió cómo el día empezaba a torcerse. Un infrahombre (de dimensiones gigantescas, eso sí) le había llamado lo que más detestaba que le llamasen. Pensó que le gustaría tener tiempo –y valor, y un cinturón negro de kung-fú en el bolsillo- para abrirle la cabeza. Pero ni tenía tiempo, ni podría con él físicamente. Al llegar al andén, lo encontró rebosante de gente. Bien sabía lo que eso significaba: el metro había vuelto a averiarse. Gordal empezó a cagarse en todos los muertos de los responsables del metro. “Ahora sé seguro que hoy no va a ser mi día”, se dijo. Entonces, una maruja de esas que salen de su casa con intención de montar un pollo, en algún momento le habló casi con tanta educación como Nappa: -Gordo de mierda, tenga cuidado que me ha rozado.
Aquello fue más de lo que nuestro protagonista pudo soportar. En un andén lleno de gente había que tener cuidado de no rozar a la borde de turno. Sin embargo se le ocurrió una respuesta ingeniosa:
-Agradézcamelo, señora. Le acabo de dar su momento más feliz del día. Ha podido quejarse de algo –y se fue al fondo lejos de la vieja, que comenzó a gritar unos improperios de esos que no se pueden transcribir. Por fin, tras un cuarto de hora en que el andén se puso como si regalasen churros, llegó el convoy. Gordal tuvo que hacer esfuerzos ímprobos para entrar. Y una vez lleno a rebosar el coche del metro, que parecía el mundo de Soylent Green: Cuando el destino nos alcance, el convoy no partió.Dato interesante: el metro más superpoblado del mundo nunca se paró.
De modo, Doña Elvira, que la excusa de los pasajeros no vale. Gordal se bajó para buscar otro modo de llegar a su destino En las escaleras, vio a Nappa llevándose la mano a la porra para amenazar a una niña de quince años que pedía que le devolviesen el dinero del viaje. El gorila no hablaba, sólo amenazaba con usar su arma.
-¡Menudo machote eres! –le dijo Fran. -¡No me toques las pelotas, gordo de mierda! -¡Y además educado! Eres una perra cobarde y abusona. Adiós, Nappa - ¡Cómo que Nappa!¡ Nappa lo será tu puta madre! ¡Te voy a partir el cuello con las porra! Gordal, que ya había pasado los torniquetes de salida le dijo:
-Sí, la porra. Objetos fálicos, se nota que te gustan las pollas. -¡Si no hubieses salido te partía las gafas! ¡A mí no me llama Nappa, sea lo que sea eso ningún cuatro ojos!
A Gordal le asombraban dos cosas: que con todo lo que le había llamado le molestase lo de Nappa, y que los chulos de tres al cuarto amenazaban siempre con partir las gafas. Miró la hora: tarde para llegar a su entrevista. Conectó de nuevo su CD pasando a otra de Nancy Sinatra, Lady Bird, y decidió irse a la Fnac, a leer sus mangas donde los superguerreros parten la cara a los Nappas (¡cómo le hubiese gustado diez minutos antes ser un superguerrero!) y contarle esto a Jaime, hijo de un diputado de la comunidad, a ver si su padre podía hacer algo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario