sábado, 4 de octubre de 2014

Una mañana cualquiera en Madrid.

 ( Publicado origininalmente en La Coctelera el 12 de febrero de 2007)

Gordal acudía a una entrevista para conseguir un trabajo. Debía presentarse en las oficinas de La Vaguada. Antes de irse le dijo a Juan:
-Ocúpate tú del viejo. -Sí ahora voy –dijo Juan medio dormido.-Por cierto, afeitaté bien que te has dejado barba. -Tú siempre dirigiendo a los demás.
Conectó su CD y puso la canción de Nancy Sinatra Drummer man y se encaminó al metro.
En buena lógica debía llegar a su destino en media hora. Al bajar vio un segurata que se parecía mucho a Nappa, el saiyano de Bola de dragón poniéndose chulo con un mantero.

Como suele decirse, “si quieres conocer a fulanillo, dale un carguillo”. Aquel mongolo se estaba sobrando con un tío del orden de diez veces más pequeño que él, y que no había opuesto resistencia. Con una educación “exquisita”, el mongolo le indicó que su presencia le molestaba: -¿Qué coño miras, gordito?
Gordal sintió cómo el día empezaba a torcerse. Un infrahombre (de dimensiones gigantescas, eso sí) le había llamado lo que más detestaba que le llamasen. Pensó que le gustaría tener tiempo –y valor, y un cinturón negro de kung-fú en el bolsillo- para abrirle la cabeza. Pero ni tenía tiempo, ni podría con él físicamente. Al llegar al andén, lo encontró rebosante de gente. Bien sabía lo que eso significaba: el metro había vuelto a averiarse. Gordal empezó a cagarse en todos los muertos de los responsables del metro. “Ahora sé seguro que hoy no va a ser mi día”, se dijo. Entonces, una maruja de esas que salen de su casa con intención de montar un pollo, en algún momento le habló casi con tanta educación como Nappa: -Gordo de mierda, tenga cuidado que me ha rozado.
Aquello fue más de lo que nuestro protagonista pudo soportar. En un andén lleno de gente había que tener cuidado de no rozar a la borde de turno. Sin embargo se le ocurrió una respuesta ingeniosa:
-Agradézcamelo, señora. Le acabo de dar su momento más feliz del día. Ha podido quejarse de algo –y se fue al fondo lejos de la vieja, que comenzó a gritar unos improperios de esos que no se pueden transcribir. Por fin, tras un cuarto de hora en que el andén se puso como si regalasen churros, llegó el convoy. Gordal tuvo que hacer esfuerzos ímprobos para entrar. Y una vez lleno a rebosar el coche del metro, que parecía el mundo de Soylent Green: Cuando el destino nos alcance, el convoy no partió.
Comenzó a emitir un ruido de ventilador, durante el cual iba llegando gente y más gente. Mientras, afuera empezaban a agolparse un montón de seguratas, de porte similar al de un gorila .Entre ellos, Fran reconoció a su “amigo” Nappa. Gordal pensó que ya debería estar en la vaguada, y en ese momento, el maquinista del convoy dijo por el altavoz las palabras mágicas que Gordal estaba esperando, pues eran ya cotidianas: -Atención señores viajeros. Por avería el servicio estará parado en un tiempo estimado en más de una hora. La gente empezó a cabrearse. Gordal también. Su experiencia en Londres estaba demasiado cercana en el tiempo como para que no se plantease la comparación entre el tubo, como decían los ingleses y el metro de Madrid.
En Londres no había encontrado una sola línea cerrada por obras. La línea Victoria, (en Londres las líneas tenían nombres, no números) que era la más antigua del mundo permitía llegar a cualquier punto de la ciudad en media hora. Y desde luego, el servicio no se paró una sola vez. Gordal se cagaba en Gallardón, que en la campaña de las anteriores elecciones dijo que el metro de Madrid era seguramente el mejor de Europa. En la Espe, que le secundó y especialmente deseaba tener delante (para estrangularla con sus propias tripas) a Elvira Rodríguez, consejera de transportes de la comunidad de Madrid, que había tenido la poca vergüenza de decir que es que la gente no se colocaba bien en los vagones.
¡Ven tú, mala puta, a hacer este viaje!, pensaba Fran. Lo único que se le había ocurrido para arreglar el problema era poner a Nappa y más matones como él para controlar a los pasajeros furiosos. Y encima, la muy zorra bromeó diciendo: “aún no son empujadores como en el metro de Tokio”. Extremo interesante, porque en aquel momento, una chica de aspecto oriental, (probablemente japonesa a tenor de lo que dijo) comentó a su acompañante española:
-En mi país nunca visto esto.
Dato interesante: el metro más superpoblado del mundo nunca se paró.
De modo, Doña Elvira, que la excusa de los pasajeros no vale. Gordal se bajó para buscar otro modo de llegar a su destino En las escaleras, vio a Nappa llevándose la mano a la porra para amenazar a una niña de quince años que pedía que le devolviesen el dinero del viaje. El gorila no hablaba, sólo amenazaba con usar su arma.
-¡Menudo machote eres! –le dijo Fran. -¡No me toques las pelotas, gordo de mierda! -¡Y además educado! Eres una perra cobarde y abusona. Adiós, Nappa - ¡Cómo que NappaNappa lo será tu puta madre! ¡Te voy a partir el cuello con las porra! Gordal, que ya había pasado los torniquetes de salida le dijo:
-Sí, la porra. Objetos fálicos, se nota que te gustan las pollas. -¡Si no hubieses salido te partía las gafas! ¡A mí no me llama Nappa, sea lo que sea eso ningún cuatro ojos!
A Gordal le asombraban dos cosas: que con todo lo que le había llamado le molestase lo de Nappa, y que los chulos de tres al cuarto amenazaban siempre con partir las gafas. Miró la hora: tarde para llegar a su entrevista. Conectó de nuevo su CD pasando a otra de Nancy Sinatra, Lady Bird, y decidió irse a la Fnac, a leer sus mangas donde los superguerreros parten la cara a los Nappas (¡cómo le hubiese gustado diez minutos antes ser un superguerrero!) y contarle esto a Jaime, hijo de un diputado de la comunidad, a ver si su padre podía hacer algo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario