lavoztetendríasquequedarencasaabrigada... —peroraba Doña Marta Palacios
—Mamá, hacen treinta grados. Y esto no tiene nada que ver con el frío —comentó Juan Gordal
—Hasta la médica se ha echado para atrás con lo de las pruebas —añadió Carolina con el hilo de
voz que le quedaba.
Carolina Gordal se había levantado afónica y había acudido al médico a mirarse aquella afección
y solicitar una baja, toda vez que en su trabajo necesitaba la voz para desempeñarlo. Aunque la
pandemia ya estaba de retirada, la doctora iba a hacerle una PCR, pero después de un examen más
detenido descartó que Carolina estuviera sufriendo el mal de los últimos años.
—Eso demuestra que ya son otros tiempos. Hace unos meses te la hubieran hecho sí o sí
—comentó Fran.
—Pues podrían haberme hecho también la prueba de la viruela del mono —dijo Carolina
riendo.
Carolina hizo aquella observación con ironía, pero en las mentes de Doña Marta y de Fran se
apareció el fantasma de la nueva alerta sanitaria que afligía a su planeta.
—La viruela afecta a otros órganos. No creo que sea ese mal —sentenció Juan.
—Ayhijanodigasesoqueyohevistoalospobreschimpancésqueseponenmuymalosylosnegritosquelosufrenquelessalenunosbultosmalísimosaversilovasatenervetealmédicoahoramismoyonomequedotranquilasino... —se desgañitaba Doña Marta con el terror pintado en la voz y en el rostro.
—Joder, Carolina, ya tienes tres horas de madre asustada y martilleo constante—dijo nuestro
protagonista.
—Mamá, que era broma —la tranquilizó Carolina con la pocavoz que tenía.
—Puesyoquieroquesevayalodelosmonosesterriblenosesaledeunaynosmetemosenotraahoratenemosquetenermuchocuidadonotehanhecholaspruebasyonoquierocreermeunamonaycolumpiarmemiracómoseponenlosafectados...
—Por esto, por esto es importante medir las bromas —sentenció nuestro protagonista.
Como muchos otros acontecimientos anuales, la Feria del Libro de la ciudad donde vivía
nuestro protagonista volvía a levantar sus puestos tras un año de ausencia y un segundo
en el cuál fue suspendida y desplazada de fecha, con un aforo, además, que hizo en muchos
casos imposible una visita en condiciones. Fran manejaba ya un largo catálogo de libros
y cómics que podría comprar, así como de autores a los que pediría firmas o preguntaría
por su obra.
—Aquí estamos otra vez, Fran. Parece que ha pasado un
mundo desde la última vez —dijo Juan Gordal.
—La última vez vinimos con unas mascarillasnos tuvimos
que aguantar una cola tremenda para entrar.
—Mira, aquí tienen varios de Carlos Giménez.
Fran cogió un ejemplar de aquellos tomos y lo ojeó, pasando las páginas y disfrutando del
momento. Nadie le llamó la atención por hacerlo con sus manos sin tratar ni desinfectar,
aunque poco después vio que había un bote de gel en la caseta, que seguramente recomendaban
usar, pero que nadie le reprochó no haber utilizado.
—Y toda esta gente andando feliz, sin mascarillas... Hemos vuelto a la vida anterior, Fran
—explicó Juan Gordal.
—Lo que pasa es lo mismo de siempre con todo esto. Todos felices, pero no se sabe si hacemos
bien en dar ya esto por superado.
Fran encontró una nueva obra que llamó su atención: La Bestia, una nueva visión del conocido
animal fantástico creado por André Frankin: el marsupilami.
—Parece más realista, con el mono ese o lo que sea muy natural —comentó Fran—. Es lo que me
quedaba por ver. Ya sabes que yo siempre digo que las historias realmente buenas incluyen un
gorila, mono o similar. Muy bueno para acabar la temporada pandémica.
—Pues ya sabes que dicen que ahora viene la viruela de los monos.
—Bueno, si inlcuye monos, será mejor que la COVID 19 —sentenció nuestro héroe.
nuestro protagonista.
—Sí, si ya lo sabía, pero hay que coger
costumbre —respondió cabizbajo Fran.
—Pues ya llevas aquí mesecitos
suficientes.
Martina era la inmediata superior de nuestro protagonista en el trabajo en el que se había desempeñado durante aquellos meses. En cierto modo le recordaba a su hermano Juan, porque era noble, transmitía cierta ternura —sobre todo cuando hablaba de su pequeño retoño—, pero tenía muy mal carácter. Y cada vez que gritaba, a Fran le pegaba un tremendo susto. Y eso que nuestro protagonista le sacaba la cabeza y algo más de altura. Sí, no cabía duda, aquella mujer regordeta y resuelta tenía dotes de mando. Mientras recogía su material y se preparaba para volver a casa, Fran se preguntaba si sería así de contundente ante cualquier situación de su vida. Si el mencionado hijo de Martina recibiría brocas semejantes. Si esta se echaría atrás ante alguien. Todo esto bullía en su cabeza mientras en el vestuario dejaba su ropa de trabajo y se vestía de calle. Y de repente un grito, una vez más ensordecedor, pero que parecía reflejar terror y no autoridad, lo sacó de sus reflexiones. Fran se tapó lo más rápido que pudo con un pantalón y una camiseta y salió. Otros lamentos no menos sobrecogedores venían del vestuario de chicas del trabajo. La voz era sin duda de Martina.
—¿Pasa algo? —preguntó Fran desde la puerta.
—¡Entra, por favor! —le gritó su jefa.
Fran pareció no entender. Entrar en un vestuario femenino era una fantasía calenturienta de
muchos machos adolescentes de su especie, pero él había superado esa edad. Y seguramente
incluso a los 18 años se hubiera sentido extrañado de tal petición.
—¿Has dicho que...? —acertó a preguntar.
—¡Pasa, joder! —gritó Martina con rastros de terror en la voz.
Fran se decidió a entrar. Martina estaba aún vestida de trabajo, y otra compañera suya se reía
con una camiseta de verano desde detrás de la jefa de nuestro personaje.
—¿Qué pasa? —acertó a preguntar Fran.
—Mírala, esta detrás de ti.
Nuestro protagonista se volvió y para su sorpresa encontró que lo que asustaba de tal modo a su superiora era una minúscula cucaracha. Fran soltó dos carcajadas y dijo:
—Ni que fuera un tigre, Martina. Anda, ahora la saco.
—¡No! ¡Mátala! ¡Mátala! —gritaba la jefa.
—Dile tú algo, Sofía —pidió Fran a su otra compañera en el vestuario —. ¿Por qué voy a matarla
si es inofensiva y se puede ir?
—¡Yo no trago a estos bichos! ¡Son superiores a mí!
Finalmente Fran no puedo llevarla fuera de la estancia y, con algo de pesar, dio muerte al insecto. Mientras lo tiraba a la basura pensó en voz alta:
—Pobre bicho, tiene que morir porque asusta a un ser unas 10000 veces más grande que él.
—Sí, pero que a saber lo que trae. Venga, sal ya de aquí —dijo Martina recuperando su voz de
mando.
—Con esa capacidad podrías haberla amaestrado y hacerte famosa —sentenció Fran mientras
cerraba tras de sí la puerta y se dirigía a su hogar.
Nuestro protagonista se despertó y se dirigió al baño pensando en si volvería a poder
dormirse antes de que el despertador le comunicara que su jornada empezaba, pero sin
saber exactamente qué hora era, había un indicador claro de que no podría conciliar un
largo sueño: aquella bandada de pájaros cuyos trinos escuchaba todas las mañanas cuando
se levantaba ya estaban en pleno festival. No sabía qué pájaros eran, pero como
mensajeros eran más efectivos que cualquiera de las famosas palomas que en otros tiempos
se habían usado.
—Amílosquemeintrigansonunosquecreoquedebensercotorrasporquelosoigogritardeformaqueamímedaesaimpresiónperonuncaloshevistonoséyoquepuedenserperosíestoslosoigotodaslasmañanasnosésiaotrashoras... —comenzó a perorar Doña Marta Palacios.
—Se los oye también por la tarde, mamá. Se ponen activos a las horas de crepúsculo, ni de plena
luz del día, ni en noche cerrada —respondíó nuestro protagonista.
Al mediodía, Fran se dirigió al punto limpio del barrio a deshacerse de unos cuantos aparatos
viejos, cuando oyó unos trinos similares, aunque más débiles a los que solía escuchar por las
mañanas. Miró a una ventana, y para su sorpresa vió que unos gorriones estaban criando allí. Los
trinos que oía eran los de los polluelos pridiendo comida a sus padres. Debían tener más hambre
por las mañanas, ya que a esa hora su canto era más alto y constante. Al modo de lo que muchas
veces había visto en los documentales, nuestro héroe observó a la madre gorriona depositando una
bocanada de comida en el pico de sus crías. Volvió a casa y se lo explicó a su madre.
—Aypuesvamosalparqueaversivemoslascotorrasaverquépájarossonesosquegritancomoyotedigoquemetienenmuyintrigadayademássuelencantaralmediodíanocomolosgorrionesquetúdicesqueoyesporlasmañanas...
—Mamá, ha sido pura casualidad que los viera. Además trinan todo el día, pero se ve que por las
mañanas son más activos.
—Yomevoyahíahoramismoventehijoquelesllevaremospanparaquesuspollitoscrezcanenpazquesiempreesbonitoayudaralosanimalesytehacenunserviciodedespertadorseguroqueloagradecenenséñameelnido...
—A ver si ahora vas tú a devolverles la murga del alba.
—Mamá, sé perfectamente qué hacer,no es la primera vez que me sale una calentura.
Aun así nuestro protagonista decidióextremar las precauciones para no reventar las microvesículas que se le habían formado. Habitualmente lo hacía, lo cuál solía degenerar en heridas abiertas que tardaban varias veces en cicatrizar. Sin embargo a la mañana siguiente nuestro protagonista tuvo una desagradable sorpresa:
—¡Se me ha extendido por todo el lado izquierdo del labio! Creo que nunca había tenido tanta
extensión mala.
—Tedijequenotelareventarashijoqueseibaaextenderandadatedemipomadaparaquitértelomiraqueteloadvertíperonuncamehacescasoporqueoshadadoporquenadadeloquedigatienevalormeanuláiosynoosimportanadadeloquediga...
—Mamá, precisamente he puesto todo el cuidado posible en tocarla lo menos posible y este es el
resultado. Creo que es al revés, a partir de ahora en cuanto me salgan melas reventaré.
—Nodigastonteríasyhazmecasocógeteunvasoparatisoloquesinonoslovasapegaratodosmíratehastadondesetehaextendidotendríasqueatendermecuandodigolascosasaversiconlapomadasetepasaamísiempremehaidoestobien...
Nuestro protagonista reconoció que su progenitora tenía razón con lo del vaso y marcó uno con pintura blanca para que fuera el suyo. La calentura fue mejorando, pero dejó varios días una herida abierta del tipo de las que no quería nuestro protagonista en toda aquella extensión de su boca. Pero por fin llegó el día en que se libró de aquel mal. En su cabeza, sin embargo bullía un pensamiento:
—Ojalá me salga pronto otra calentura para reventármela —se dijo para sí viendo lo que había
ocurrido la vez en que más había obedecido la recomendación de no explotarla.
—¿Qué es esto? —preguntó Carolina Gordal al ver aquellas dos amorfidades en la plancha de horno
—. ¿Has vuelto a intentar lo de las tortillas?
—Claro que sí, lo haré hasta que me salga.
Nuestro protagonista seguía empeñado en aprender aquella técnica culinaria necesaria, según él,
para avanzar en su trabajo. Le habían explicado una forma de dar las vueltas a las tortillas lanzándolas al aire, pero no le había salido por el momento. Como en el trabajo le era imposible practicar aquello había decidido hacerlo en casa. El resultado solían ser tortillas comestibles, pero de las cuales se perdía la mitad en aquel lance, y que además perdían la forma.
—Pero Fran, si no es necesario, si en el mismo trabajo te han dicho que basta con un plato y que no te metieras en líos.
—Y allí lo sigo haiendo así, pero en casa quiero practicar para aprender.
—¿Y como no te dejan tirar los huevos en donde curras vas a hacerlo aquí?
—A fin de cuentas llevo unos días gastándome el dinero en huevos para poder hacerlo. No os obligo a pagar a vosotros.
Al decir esto, Carolina cayó en la cuenta de por qué llevaban varios días sacando las bolsa de basura llenas de cáscara de huevos y cartones. Fran seguía incasable con su tarea.
—¿Hasta cuando vas a seguir con eso? ¿Qué ganas?
—Rapidez en mi trabajo si aprendo a hacerlo.
—Pero nos vas a ocupar la cocina y a dejar sin huevos.
—Tú cállate que bien contenta estás comiéndote las que salen mal.
muyciontentaconvosotrosynomecansodecumplir añosavuestroladosoislomejorquemehapasadoyesperoseguirmuchosañosconvosotrosnuncadejáisde sorprenderme... —decía Doña Marta Palacios el día de su cumpleaños. —Nos alegra verte que de momento sigues con ánimo y energía, mamá —respondió nuestro protagonista. —Síjijoperoestascomidasquehacéisvosotrostenéisquedejarmehacerlacomidaamigustoundíaque hastameduelemáslaartrosisconestoqueponéisyelcasoesqueestábuenoperonuncasehahechoasíyoestoy deseandoquemedejéisundíahacerla... —Mamá, son lentejas con otro aliño —respondió Juan Gordal sobre su guiso de esta legumbre con verduras y carne fresca. —Seguro que con esto no protesta tanto —añadió Carolina y dejó sobre la mesa sus huevos de chocolate de Pascua—. Como dijiste que querías más al final de la semana santa... —Ayhijaquécosastienesdameunabrazonooscambiopornadayonopidomásquevosotrosparaestarfeliz pormásquepasenlosañossigofelizporquevostrosmerodeáisseguroquetodosjuntosempezamosasubir Frantieneporprimeravezenmuchotiempountrabajo... —Con eso te he comprado estas petunias, mamá. Que no todo va a ser comida —dijo nuestro protagonista y le entregó estasplantas. —Aymuchasgraciashijodameunabrazotengotodoloquemehacefaltayahoraseguroqueyaempezáisa lograrcosasyJuanaescribirmuchoqueyatienepremiosaverelañoquevienconquémesorprendéisyaver simeacompañáisalcine...
Oyendo esto, nuestro protagonista hizo una reflexión. Si le reconfortaba ese abrazo de su madre y que fuera feliz en sus cumpleaños, llevaba demasiado tiempo estancado. Ahora que él tenía al fin un trabajo, Carolina se había rehecho de sus últimos reveses que le habían obligado a volver y Juan volvía a escribir, el año que viene debían celebrar el cumpleaños de todos en mejores condiciones. Que así fuera. Este año podían todos decir que habían avanzado un paso.
Al entrar en su casa tras aquellos recados, nuestro protagonista corrió a hacer la que desde
hacía tiempo era la primera tarea al llegar al hogar: lavarse las manos durante un
minuto. El lavado de manos fue una de las primeras imposiciones que se pusieron en
práctica en la pandemia. Antes incluso de confinar a lagente se les recomendaba
lavarse largamente las manos para destruir los virus que pudieran quedarse adheridos.
Nuestro protagonista desde entonces no se lavaba las manos más a menudo, pero sí que
estaba un minuto cada vez que lo hacía. Entonces Doña Marta Palacios le llamó:
—Hijoquéestáshaciendodejaesounmomentoaversipuedesayudarmeconestocuantotiempollevassiyaestánrelajandolasmedidasyocreoquenoesnecesarioqueestéselminutoenteroaversiahorapuedesayudarmeaprepararestosboquerones...
—Es necesario, mamá. Yo sigo un minuto.
Cuando acabó, nuestro protagonista echó una ojeada a lo que le decía su madre: en efecto
había para la cena un enorme montón de boquerones que ocuparía mucho tiempo para una
persona sola. Nuestro protagonista se arremangó y se puso junto a su progenitora a despachar
el pescado. En diez minutos el montón de pescado estaba listo para freír. Pero una vez más sus
manos necesitaban un lavado. Nuestro protagonista sentía cierta pereza ante la idea de volver a
frotar largo tiempo. Y tomó la decisión: a partir de ahora, salvo el lavado de manos al volver de
la calle, estaría medio minuto, no uno entero. Si todas las medidas se iban relajando, era absurdo
tomar más molestias en una de las tareas diarias más tediosas. Así lo hizo y llamó a su progenitora:
—Cuando quieras puedes lavarte, mamá.
—Ayhijomenosmalporquelosboqueronesestánmuybuenosperoquépesadezlimpiarlosycómotedejanlasmanosyahoraunminutodefrotarylavarconlaperezaquedaaunquetúhasacabadomuyrápidoaversiyomelavo...
—Yo ya solo he estado medio minuto, mamá.
—Ayhijoquécosastienesyotengomuchasganasperoamímedamiedoyosigounminutomiraquedespuésdetodoloquehemosaguantadoseestropeatodoahorapornotomarlasmedidasaúnpodemossoportarlounpocomás...
Fran comprendía las razones de la matriarca de la familia, pero en algún momento habría que
empezar a retomar el ritmo normal. Así, aquel día se convirtió en el de un paso más hacia su vida