—Franvenaquíqueestome
damuchomiedoquecadavez
quepasoporesterincónseo
yeunsilbidoymira cómosemuevenloslibrosde
estaestanteríaquenoseestán
quietosaversivaahaberun
vencejoallíoloqueseayonopuedo... —Bueno, mamá, tranquila, porque no creo que nadie pueda esconderse ahí. Si es un vencejo como
la otra vez ya lo soltaremos y punto.Fran recordaba aquella ocasión en que cuando llevando aún sandalias de verano había notado
que una pelusa o algo similar se movía a sus pies. Cuando se agachó y logró cogerlo en su mano,
el ser que se agitaba entre sus piernas era un vencejo, al cuál atendió y guardó hasta que quiso irse.
—Recuerda al de la otra vez —dijo a su progenitora—. Son animales hechos a los espacios abiertos
y al aire. En una casa humana se le veía muy desorientado. Así que se habrá metido allí y estará
asustado. —Yonoquieroquelepasenadaperoyotambiéntengomiedomiraelsilbidoyloslibrosquetiemblannosé loquepuedehaberallínomeatrevoameternadaenlamanoyaversinoshacedañoesperoenDiosnuestroSeñor queseaunvencejo... —Bueno, mamá, sea lo que sea, daño no puede hacernos.Fran apartó aquel taco de libros cuyas hojas se agitaban metió la mano decidido a atrapar al ser
silbante que había allí. Lo que encontró no fue ningún ser vivo sino algo sólido y cuadrado. Lo
que había tras los libros y susurraba no era una criatura animada, sino una radio encendida.
—¡A saber cuánto tiempo llevaría allí! —dijo Fran. —Aypuesesverdahijoestaríayooyéndolaoloquefueraladejéenestaestanteríaycaeríaporelhuecomenos malquemelahasencontradoymenosmalquenoeranadamalohepasadomuchomiedoylodeloslibrossería porlavibración... —Bueno, esta al menos no se desorientaría tanto como el vencejo. Toma y la cuidas tú. Mañana la
llevas al veterinario o lo que sea.
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